la frase del momento

"¿No es la cerveza la bebida de la sinceridad, el filtro que disuelve toda hipocresía, toda la comedia de los buenos modales, e incita a sus aficionados a orinar sin pudor y engordar con despreocupación?"

M. Kundera


martes, 30 de octubre de 2007

Ejercicios ascéticos cortoplacistas a través de la vagancia

No sé si será por el otoño, por algún desequilibrio físico, -bien sea falta de potasio, carencias venéreas o exceso de humo- o por las secuelas de una depresión post-vacacional mal curada, pero la verdad es que acarreo una pereza monumental que me impide afrontar cualquier actividad con un mínimo de expectativas. Todo se me antoja insondable e inabarcable, todo me resulta banal, de tal forma que me dejo llevar por la apatía y encuentro -ya de por sí, una gran propensión mía- que desperdicio el tiempo de una forma obscena. Tanta desidia representa un vicio depravado que, desde una óptica cortoplacista, se debe combatir.

No resulta extraño confundir la pereza con la vagancia. Pero a pesar de que, ciertamente, comparten campo semántico, son conceptos radicalmente diferentes. La vagancia, de todas todas, es una emoción positiva, una optimización en lo confortable y en lo inmediato. Una suerte de meditación hedonista y material que consiste en gozar con lo mínimo, para centrarse en el ser de uno mismo, no renunciando a los estímulos sensibles, sino a través de ellos, a través del minimalismo elemental de la vagancia, logrando una perfecta sintonía entre los sentidos y la mente, relegando lo verdaderamente accesorio de nuestro ser. Hay antecedentes del cortoplacismo al respecto: il dolce fer niente o el Hori Abso. A través de estos momentos de sublimación es frecuente lograr la armonia de la mente y la excelencia de la conversación.

No cabe duda que la vagancia es un estado de perfección cortoplacista. Por contra, la pereza es una degeneración, un vicio, -como decíamos, depravado- en el que es fácil caer si no se sabe canalizarse hacia la vagancia. Es el desdén, la apatía, la falta de ganas de disfrutar cualquiera de los múltiples estímulos que se nos presentan, proyectando su lado negativo en la mente, regodeandose en ello. Recordemos, un sujeto está vago, mientras que un objeto da pereza a un sujeto. Es, pues, a parte de una experiencia pasiva, es negativa y, en definitiva, no se goza en tal situación.

De esta forma, la sana actitud cortoplacista no es regodearse en la pereza, no se trata de proyectar la acción indeseable en la mente mientras se procura reunir fuerzas para encararla, sino se trata de no dejarse llevar por inercias viciosas y envilecedoras de este tipo, para poderse consagrar en la sana y edificante vagancia y encontrar, de este modo, el equilibrio de la mente.

Por consiguiente- y que me perdone Felipe-, voy a tratar de hallar el equilibrio de mis humores rascándome gozosamente la tripa en el sofá.

sábado, 13 de octubre de 2007

CULTURA, INDIVIDUO E IDENTIDAD

El multiculturalismo, palabrejo de moda, parte de una premisa errónea. Considera que la humanidad se divide en diferentes construcciones culturales, a modo de departamentos estancos e inalterables. Pero no hay diferentes culturas finitas, sino una, la humana, o infinitas, tantas como manifestaciones culturales. Cultura es uno de los conceptos más confundidos, deformados y, en definitiva, manipulados de los que se airean habitualmente. Cultura no es más, ni menos, que los comportamientos que adquirimos. Así, a modo de ejemplo, si bien el sexo no es un elemento cultural, sí lo es el significado que le damos y la forma de practicarlo. Consecuentemente, es realmente inviable hacer un sumario de culturas. Pero no sólo eso, carece de sentido realizarlo, porque, para disgusto de esencialistas varios, si algo caracteriza a la cultura es precisamente su ductibilidad. La cultura ha sido una respuesta evolutiva de gran éxito porque permite una más ágil adaptación al medio. La cultura permite, pues, el cambio y si algo la define, de hecho, es su alterabilidad, conjuntamente a su capacidad de ser difundida. De esta forma, resulta un total sinsentido parapetarse en el determinismo cultural del individuo como sugiere la tendencia multiculturalista.


La principal fuente del multiculturalismo es el particularismo histórico de Franz Boas, que fue una reacción al etnocentrismo del evolucionismo antropológico decimonónico. Boas entendió que cada manifestación cultural, lejos de pervivencias y arcaísmos, parte de un significado que nada tiene que ver con el que se diera desde una construcción cultural distinta. De tal premisa, se infirió que cada construcción cultural -cada Cultura en mayúsculas- tenía un sentido ahistórico coherente per se. De ahí emanan los posicionamientos multiculturalistas en los que se habla de la convivencia entre culturas, cayendo, como tantos, en el vicio esencialista de no concebir que quien convive son las personas, no las culturas. Las culturas coinciden según el uso que le den las personas, según la conveniencia que le otorguen a cada una de ellas. Así, se tiende a renunciar a las hachas de sílex y depende para qué se prefiere el láser.


La cuestión está en que, vicios de la sinécdoque, se tiende a confundir la cultura con la identidad. Porque cuando se apela al multiculturalismo acostumbra a ser ante polémicas axiológicas generadas por elementos identitarios exógenos. Los elementos identitarios son, efectivamente, manifestaciones culturales. Pero, precisamente, por ello, no es algo inmutable, sino más bien adquirido. La identidad, por mucho que clamen sus paladines, no entra en el campo de las esencias colectivas, sino más bien de los derechos individuales. Y en democracia, sin asomo de duda, los derechos individuales entran en el campo de la igualdad.


Todo este rollazo viene a colación con la polémica que genera el uso del hiyab, o pañoleta islámica, en una sociedad más o menos laica, como la nuestra. A ese pedazo de tela que gustan lucir las musulmanas devotas se le están dando diferentes significados culturales. Los prohibicionistas tienden a alegar que es un símbolo de la sumisión de la mujer mientras que sus contrarios lo consideran una muestra de su opción religiosa. Entiendo que los significados son irrelevantes, a pesar de que, como materialista y hedonista, yo cargaría más las tintas. De hecho, quien ha de establecer el significado de llevar cubierto el cabello no es ni el centro educativo ni los progenitores de la criatura, sino es ella misma la que ha de valorar si esa prenda es una muestra de sus sentimientos más íntimos, una marca de represión o una antigualla fea e incómoda.



El problema reside en que alguien considere que sus decisiones religiosas estén por encima de la ley o que, despreciando la igualdad, juzgue que sus íntimos planteamientos merecen privilegios. Resulta una injusticia valorar en una sociedad democrática una opción personal más trascendente que otra, es decir, no es oportuno conceder privilegios a unos elementos identitarios sobre otros. De hecho, resulta una osadía, una discriminación y una falta de respeto en democracia pretender más íntimo o profundo el islam o el cristianismo que el heavy, los trekkies o los adoradores de El Sátiro de El Raval. Así, las autoridades públicas son las que les toca establecer, siguiendo principios racionales, cuándo el derecho a la propia identidad o imagen choca con las necesidades de la vida en sociedad o, sencillamente, la ley.


Lo dicho no quiere decir que nuestro sistema democrático no sea imperfecto, concretamente, en la cuestión religiosa y que, por lo tanto, los musulmanes no puedan reclamar un trato de igualdad por parte de las instituciones públicas. Ciertamente, la iglesia católica dispone de privilegios. Por poner un ejemplo, las festividades religiosas asumidas como oficiales. Nada tienen que celebrar los protestantes, los musulmanes y los ateos en la semana santa, el 15 de agosto o el 8 de diciembre, por poner tres ejemplos, mientras que los mahometanos agradecerían poder gozar de facilidades para el ramadán.

jueves, 11 de octubre de 2007

Tiempo de setas

Llueve a cántaros en Barcelona. El otoño anuncia su llegada paulatinamente, asentándose poco a poco en la metereología y, así, en nuestras vidas. El ciclo anual se va estableciendo inexorablemente con una ortodoxia propia de libros de texto. Empezamos a lucir ropa de abrigo y dejando atrás los hábitos que cada año adquirimos en verano.

En el Piso Franco estamos espectantes. Aguardamos ansiosos, salivantes, que las lluvias hagan su normal efecto en el humus de los bosques cercanos y trufen la campiña mediterránea y, con ello, el mercado, de setas. Ya asoman los primeros ejemplares en las paradas a precios aberrantes. Nosotros, como buitres leonados, como seres secundarios de la cadena alimentaria del capitalismo, sobrevolamos en círculos, esperando que el mercado se sature de tan sabroso manjar y se sitúe a nuestro alcance económico. Como brokers del estómago, cual buitre leonado hambriento y paciente, nos abalanzaremos sobre tan deseado producto y nos daremos el festín anhelado, a base de salteado de morcilla. Celebraremos, así, el rito del equinocio descorchando un vinazo para acompañar tan suculento plato y daremos, de esta forma, por abierta la temporada gastronómica del frío.

Y que vengan los estofaditos.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Del temido estrés

Juraría que la incógnita más difundida a lo largo y ancho de la red (y fuera de ella) es por qué millones de blogs están dedicados al anodino relato insufrible de las patéticas y banales vivencias de su autor.

No me cabe duda alguna de que la respuesta está más bien alejada del tema enunciado en el título de esta divagación y, de hecho, cuando tenga tiempo disertaré sobre lo peregrina que debe ser la vida de un habitual autor de blogs (sobre todo de los fotologs esos, que dan una grima que pa qué).

Sin embargo, el estudio estadístico (¡OH SÍ! ¡ESTADÍSTICO!) de la frecuencia de actualización de este blog arroja unos datos sobrecogedores. No es por afán competitivo, pero últimamente parece El Blog de Jacobino Irredento, y temo que las bibliotecas públicas de nuestro país se vean desbordadas por hordas de lectores en busca de diccionarios enciclopédicos.

Como no desearía caer en el estruendoso error de practicar aquello que denuncio y, por otra parte, no tengo tanto tiempo, me remitiré a la frialdad de los datos estadísticos de la última temporada:

Récords:

- Litronas de cerveza vacías sobre la mesa: 12 (más una botella de refresco de Cola que nadie recuerda cuanto tiempo lleva aquí)
- Días sin fregar el suelo: 180
- Horas con el mismo CD: el CD se engancha. Agradecemos donaciones para comprar un equipo nuevo.
- Comensales: 0
- Ceniceros rebosantes distribuidos por el hogar: 8

Medias:

- Precio por plato: ya no tenemos tiempo de calcularlo.
- Borracheras semanales: 7/persona
- Horas de trabajo semanales: 52/persona
- Fidelidad de los camellos: ¿eso qué era?
- Vida social: se detectan trazas.
- Entradas publicadas (últimos 6 meses): 0,08/día

Conclusiones:

Constatamos que las recomendaciones indicadas en el último estudio han sido ignoradas, vilpendiadas, humilladas y profanadas. Exigimos al Muy Honrado Consejo del Piso Franco que comparezca con carácter de urgencia para explicar la situación, caso contrario solicitaremos su inmediata dimisión. No descartamos pedir la intervención de la UE por flagrante violación de la Declaración Universal de los Derechos Inquilinos.

Fuente: CEEPF (Centro de Estudios Estadísticos del Piso Franco)

Ortega y Gasset, ese mediocre pensador

Nunca me ha dejado de llamar la atención cómo la Historia de la Filosofía, esa mitómana disciplina, tiende a sentir devoción por autores mediocres y moralmente miserables. A través de la tribuna que me brinda graciosamente el ciberespacio, ya he clamado como se merecía contra ese insufrible personaje que fue el tal Platón. Que la furia de El Sátiro del Raval se precipite sobre su recuerdo y las siete plagas de Egipto sobre su cabellera.

Últimamente he estado bailando con la abracadabrante La rebelión de las masas, obra cumbre de Ortega y Gasset, el más reconocido de los supuestos filósofos españoles, el cual mantiene su prestigio, como si su obra realmente hubiese tenido talla mundial y siguiese siendo vigente. Es realmente llamativo que un autor tan mediocre, obsoleto y moralmente deleznable no haya sido desacreditado públicamente y sepultado por la Historia como tantos otros cuya aportación a la Historia de la cultura y la filosofía ha sido, cuanto menos, dudosa.

Ortega fue un autor, para empezar, obsoleto e intrascendente, cuya mentalidad, representativa de los críticos años de entreguerra y su repunte autoritario, estaba totalmente moldeada por unos valores y unos principios coetáneos que a la sazón empezaban a resultar ya caducos y superados. Su obra rezuma los postulados del elitista y pretencioso novecentismo, gozando de una notable influencia de Nietzsche y Spengler, por no hablar de planteamientos antropológicos ya obsoletos por esas fechas, simplificaciones del evolucionismo decimonónico o de la historiografía hegeliana. Pero, más allá de la irrelevancia de sus aportaciones, molesta la simpleza de sus argumentos, siendo, como fue, un autor tan arrogante y tan celoso de la excelencia.

El concepto de masa, básico en su obra y central en el periodo de entreguerras, lo encara de una forma endeble y lamentablemente falaz. Lo contrapone a una exquisita elite que la define con una mera aspiración de distinción en oposición a una masa que Ortega desprecia por su postura acomodaticia y hedonista, juicio que, no cabe duda, merece la más feroz reprobación del Piso Franco. De hecho, sin atisbo de pudor, no repara en criticar el acceso de las masas a bienes, y placeres previamente exclusivos de, qué casualidad, las elites. Denuncia del que, sin duda, se siente elite.

Pero lo más sorprendente es que le atribuye a la masa, paradójicamente, una voluntad indómita y dominadora que, atiza, no acepta, para disgusto de Ortega, la sumisión respecto a la necesaria minoría, o con la terminología militar que gusta utilizar el ilustre pensador, de obediencia al mando irrenunciable por esa vaporosa elite. De hecho, el interfecto no se ahorra reivindicar a la aristocracia tradicional a la que juzga, ¡recorcholis!, legitimada por sus meritos a través, ni más ni menos, del derecho de conquista. Asombrosamente el personaje no da muestras de sonrojo al considerarse liberal, planteamiento político que describe, el tan adalid de la excelencia, como un simplón mero ejercicio de generosidad del fuerte sobre el débil, al que se le concede, graciosamente, la tolerancia de su existencia.

El discurso de este pájaro es, en definitiva, elitista y reaccionario, levantando enormes sospechas de esconder obscenas muestras de conciencia de clase del que se siente elite, supuestamente intelectual, a pesar de que el nivel de sus escritos, sin duda, no lo refleja por mucho que se lo .arrogue Ortega. De hecho,- vidas paralelas-, Platón también denunció los privilegios perdidos en la Atenas democrática, y para ello ideó una República regida por filósofos, es decir, por los que considera igual de excelsos que él.

No cabe duda, Ortega y Gasset merece el mismo desprecio que Platón, a pesar de que sus consecuencias fatales no son comparables a la del griego