la frase del momento

"¿No es la cerveza la bebida de la sinceridad, el filtro que disuelve toda hipocresía, toda la comedia de los buenos modales, e incita a sus aficionados a orinar sin pudor y engordar con despreocupación?"

M. Kundera


miércoles, 17 de diciembre de 2008

Multa de 410 euros por comprar, beber y tirar una lata en la calle

Ese ayuntamiento progresista donde los haya, celoso de la proporcionalidad en las sanciones y en absoluto interesado en recaudar a costa de los más indefensos para poder luego gastarse burradas en campañas de autobombo. Visca Barcelona y las ganas de plantar una guillotina en plaza Sant Jaume.

Multa de 410 euros por comprar, beber y tirar una lata en la calle
PERE RÍOS - Barcelona - EL PAÍS - 17/12/2008

Comprar una lata de bebida en plena calle, bebérsela y arrojar el envase puede salir muy caro en Barcelona. Tanto como 410 euros, que es la suma de las tres denuncias que un agente de la Guardia Urbana impuso hace un año a Niamh Maguire de Burgo por incumplir la ordenanza del civismo.


Ocurrió la mañana del 16 de diciembre de 2007, cuando la chica regresaba de un sábado festivo con cinco amigos por La Rambla de Barcelona. Tres de ellos acabaron denunciados, aunque sólo uno ha recibido la notificación. Maguire ha tenido peor suerte y se le imputaron tres infracciones: comprar bebidas en la vía pública (180 euros), consumir alcohol (50 euros) y arrojar envases en el espacio público (otros 180 euros).

La chica recurrió y evitó la primera denuncia, pues al tramitar el expediente sancionador hubo un error al determinar la infracción. El propio Ayuntamiento de Barcelona reconoció su error y, en consecuencia, de la primera sanción de 180 euros nunca más se supo. Pero sigue adelante la tramitación de las otras dos, contra las que ha presentado un recurso de alzada. Maguire lo niega todo y argumenta que no puede ser cierto que estuviera bebiendo cerveza, como dice el guardia urbano, porque no le gusta.

También censura que se le atribuyan dos acciones simultáneas en el tiempo, en concreto a las 7.45 horas, como es beber la lata y arrojarla. Un portavoz del cuerpo, por el contrario, defiende la actuación del agente. "La Guardia urbana no se ceba con nadie, sólo intenta que se cumpla la ordenanza municipal". Sobre el hecho de que coincida la hora de las otras dos infracciones, el portavoz explica que es perfectamente posible.

El recurso explica que la ordenanza otorga plenos poderes a los agentes y que, de esa manera, "se está dejando al ciudadano en manos de una discrecionalidad que es contraria al más elemental principio de seguridad jurídica vigente en nuestro ordenamiento".

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Antijacobinos irredentos

Como diría aquel, ¡que escriban otros!

Lluís Roura (El País, 5-05-1998).

¿Qué pensaríamos de alguien que para descalificar a un científico lo tildara de racionalista o que para desautorizar a un intelectual le gritara “¡ilustrado!”? Seguramente no le prestaríamos más atención que la que se le da a un ignorante, a un fanático o a un estúpido… Y sin embargo, parece que la estupidez -o el fanatismo, o la ignorancia- sí consiguen hacer mella cuando las calificaciones de este tipo las pronuncian los políticos.

Desde que a alguien se le ocurrió tildar a Borrell de jacobino (y reforzar la expresión con el calificativo de irredento), parece que todos se han apuntado a dar protagonismo a dicha palabra, incluyendo al propio político aludido. Yo, que llevo unos cuantos años dedicado al estudio de la Revolución Francesa, de la crisis del absolutismo y de los orígenes de la democracia moderna, no salgo de mi asombro: nunca hubiera imaginado que la palabra jacobino pudiera resultar un insulto para un político demócrata, de la misma manera que no me imagino a un astrónomo que pudiera sentirse ofendido porque alguien le llamara copernicano. De modo que intenté deducir cuál debía de ser el significado que los políticos le suponían a la palabra jacobino. No me resultó difícil: cuando la utilizaba el rival de Borrell en las elecciones primarias del PSOE, se impregnaba de alusiones a defectos personales y de articulación al partido (ambicioso, individualista, sectario, engreído…); cuando el calificativo procedía del nacionalismo (del PI o de Esquerra Republicana -que, por cierto, mantiene el triángulo de la igualdad, con claras connotaciones jacobinas, como emblema de partido-), jacobino significaba centralista-españolista y antinacionalista, y cuando era alguien de CiU quien insistía en el jacobinismo de Borrell, en realidad lo estaba señalando como centralista y autoritario, y el propio político socialista debió de entenderlo en este último sentido cuando, a su vez, replicó que en Cataluña el más jacobino de todos es Pujol; en fin, por lo que respecta a los políticos del PP no pienso que tuvieran un concepto muy distinto, ya que no sé interpretar su silencio respecto al término de jacobino de otra manera que no sea por el rubor de quien se descubre a sí mismo, por lo que están diciendo los demás, como el más jacobino de todos, y cree que lo que más le conviene es pasar desapercibido… Como la estupidez se descalifica por sí misma si no la rodea la ignorancia, y el fanatismo se combate con la razón, me parece del todo necesario aportar algunas precisiones que permitan superar a ambos.

¿Cuál es, pues, el significado político del jacobinismo? Con el calificativo de jacobinos, los realistas y absolutistas y los partidarios de poner fin a la Revolución Francesa justo cuando acababa de empezar pretendieron señalar despectivamente a aquellos que, a partir de 1789, se llamaban a sí mismos Amigos de la Constitución (el nombre de jacobinos se les aplicó por celebrar sus asambleas en el convento de los dominicos, a los cuales se les conocía vulgarmente con este nombre por haber tenido su antiguo convento junto a la iglesia de Saint Jacques). Al poco tiempo, asumiendo la denominación de jacobinos como propia, los diversos sectores que protagonizaron el auténtico “parto de la democracia” que fue la Revolución Francesa impregnaron dicha denominación de un carácter plural que no permite aplicarla en exclusiva a un solo grupo, y mucho menos en un sentido único. De modo que la complejidad del jacobinismo durante el periodo revolucionario, claramente puesta de manifiesto en las numerosas aportaciones de los historiadores con motivo de la celebración de su bicentenario, lleva a identificar en buena medida dicho fenómeno con el sentido más profundo de la propia revolución.

En efecto, el jacobinismo encarna la invención de la participación democrática -no sólo de las élites, sino del conjunto de la sociedad, incluyendo los sectores populares- en la política. La creación de las sociedades políticas constituye un claro antecedente de los partidos políticos, aunque, a diferencia de éstos, las sociedades nunca impusieron la disciplina de voto -a pesar del tópico despectivo que habla de “la máquina jacobina”-. Dichas sociedades (luego llamadas clubes), junto con la libertad de opinión y de imprenta, fueron el factor decisivo de una aculturación política de inspiración laica, racionalista y democrática sin precedentes. Frente a la sociedad del privilegio, del dogmatismo y del absolutismo monárquico, el jacobinismo contrapuso lo que constituye los pilares de la democracia moderna: la igualdad civil, la libertad de expresión y de iniciativa, el laicismo, la democracia representativa y participativa apoyada en el sufragio universal… no sólo ejercidos en la práctica cotidiana, sino magníficamente proclamados por los grandes textos fundacionales (las primeras declaraciones civiles de derechos del hombre y del ciudadano, y las primeras constituciones políticas).

¿De dónde surgen, pues, los tópicos sobre el jacobinismo -el centralismo y el autoritarismo, fundamentalmente-? La respuesta es simple: de la reducción del jacobinismo al periodo de la llamada dictadura jacobina (de mayo de 1793 a julio de 1794), y del antijacobinismo. Pero la falta de rigor en la interpretación política del periodo citado -del gobierno revolucionario de excepción- comporta que el antijacobinismo proceda en el fondo, tan sólo, de la antirrevolución, primero, y del reaccionarismo, después.

Para sopesar históricamente la dictadura jacobina, no pueden obviarse tres elementos fundamentales:

a) La conciencia del carácter transitorio del gobierno de excepción -motivado por la guerra exterior y por la contrarrevolución interior-.

b) El permanente control institucional que ejercieron tanto el Parlamento elegido por sufragio como la Convención -elegida por el Parlamento- sobre el Comité de Salut Public y sobre el gobierno de excepción.

c) La convicción y profundidad democrática del pensamiento de Robespierre -figura clave de aquel periodo-. Con todo ello, no sólo se derrumban las interpretaciones totalitaristas del periodo, sino también las generalizaciones en torno al autoritarismo de los jacobinos.

Por lo que se refiere al centralismo, no hay que olvidar que en realidad se trata de una concepción política y administrativa del Estado que nace y culmina con el modelo surgido de la monarquía absoluta y legado por ella, y que la culminación del modelo de Estado moderno centralista postabsolutista no fue el de la revolución, sino el Estado napoleónico.

El estudio de los planteamientos federalistas de la Gironda, por su parte, ha mostrado la falacia de la contraposición de un supuesto federalismo girondino al centralismo jacobino (en realidad se trató más bien del intento de contraponer a la centralización parisiense la centralización en otra capital), y al mismo tiempo ha permitido descubrir una dimensión auténticamente federalista -y la primera, por tanto, en la política democrática- entre la dinámica de la ya mencionada red de sociedades jacobinas (lo que entre la historiografía se conoce ya como el federalismo jacobino).

No es extraño que, desde la revolución, el pensamiento contrarrevolucionario procurara impregnar la memoria histórica de aquel acontecimiento, con el estereotipo y el mito, demonizando a los protagonistas y presentando los sucesos como fruto de la conspiración del mal, de la arrogancia antirreligiosa y de la monstruosidad del racionalismo y la filosofía, considerados tan sólo como capaces de conducir al caos y a la anarquía…

Es curioso constatar cómo dicha interpretación del jacobinismo, cuyo inicio se remonta al abate Barruel, no sólo se prolonga en las corrientes conservadoras y reaccionarias de los siglos XIX y XX, sino también en quienes fueron sus más inmediatos beneficiarios. Así la burguesía, una vez consolidado el marco establecido por la dimensión burguesa de la revolución, no dudó en disimular, ignorar, olvidar, combatir y abjurar del carácter revolucionario de sus propios orígenes políticos.

De la misma manera, en la segunda mitad del siglo XX, y sobre todo ante la llamada crisis de las ideologías y de las propias revoluciones de este siglo, los defensores a ultranza de la política neoliberal han tendido a asumir sin dificultad la reformulación de los postulados contrarrevolucionarios, a pesar de que la simplificación -o la militancia ideológica- de la historiografía que le ha dado soporte ha quedado claramente sobrepasada por las aportaciones de la investigación más rigurosa sobre el tema en los últimos 12 años.

Que a estas alturas incluso el diccionario de la Real Academia Española siga manteniendo una definición trasnochada e ideológicamente reaccionaria del concepto jacobino (según dicho diccionario, “dícese del individuo del partido más demagógico y sanguinario de Francia, en tiempos de la Revolución”), es sólo responsabilidad de aquella institución; ella sabrá hasta qué punto le conviene que la obra que debe darle crédito siga siendo un diccionario ideológico, o mejor dicho, ideológicamente comprometido… Pero que aquella definición la compartan los políticos elegidos democráticamente me lleva a pensar no sólo en la necesidad de desterrar los catecismos dogmáticos en que parecen inspirarse, sino también en la posible conveniencia de recuperar los elementales alfabetos político-republicanos que proliferaron durante la revolución jacobina, para que no se olvide, al menos, el abecedario de la democracia.