Una sola letra marcó la diferencia.
Una sola letra marcó la diferencia.
Esa letra demostraba que nunca le había importado. Era indiferente de quién se tratase porque, al fin y al cabo, el tema no podía trascender. Solo tenía que estar ahí, latente, en una constante dependencia que mantuviera su autoestima, y solo eso hacía que fuera triste perderlo.
Una minúscula n en un 12 de febrero marcaba la diferencia entre lo humano y lo espiritual, entre él y cualquiera. Y, a la vez, le daba sentido a todo. Justificaba, precisamente, que aún cuando la negativa había sido sempiterna, pudiera existir tristeza en la pérdida.
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