la frase del momento

"¿No es la cerveza la bebida de la sinceridad, el filtro que disuelve toda hipocresía, toda la comedia de los buenos modales, e incita a sus aficionados a orinar sin pudor y engordar con despreocupación?"

M. Kundera


jueves, 30 de abril de 2009

Out of order

Dudo que nos quede algún tipo de lector, ya que hace una década que no escribimos nada por aquí, pero me reconcomía la conciencia el abandono en el que teníamos sumido al venerable blog del Piso Franco. Tal vez, cuando recuperemos tiempo para el siempre añorado dolce fer niente, volvamos a gozar perdiendo inútilmente horas escribiendo nuestras paridas en este blog. Lo espero.

Mientras tanto, si hay alguien que no vaya a poder vivir sin nuestro verbo florido, puede pasearse por internacionalciudadana@blogspot.com Es un blog de mero y obsceno partidismo, pero sirve para comprobar que no nos hemos muerto de cirrosis.

sábado, 3 de enero de 2009

La Historia como constructora de ideología

La Historia es ciencia social, pero es también elemento de la realidad política del presente.

Los historiadores estamos resignados al intrusismo de cualquiera, especialmente periodistuchos, que ponga sus sucias manos en la Historia para usos peligrosos. En este caso, tenemos ante nosotros el claro ejemplo de enterado que recurre a la Historia para escribirla en función de intereses políticos del presente. De esta forma, se realizan simplificadas elaboraciones del pasado para justificar actitudes del presente. El problema no está en los kilos de incomprensión que se proyectan sobre el pasado, sino en la simplificación de la concepción de los procesos históricos, que tienden a la maximización de las respuestas ante los retos del presente, en plan doctrina Clemente: dos patadas y arreglao, así me gusta a mí el fútbol.

La tarea del historiador se basa en escudriñar los fenómenos y procesos del pasado para conocer los intrincados y complejos elementos que intervienen en ellos. De hecho, trata de desmontar mitos, mientras el cantamañanas de turno se dedica a crear nuevos.

Uno se ve leyendo en la prensa cualquier parida revestida de reflexión histórica. Sin ir más lejos, la chorrada infumable que nos brinda el enterao de turno: La identidad española se ha construido con múltiples elementos culturales cristianos, judíos, musulmanes y laicos, entre otros. Absurdo invento, la identidad española, probablemente del gusto de José Antonio, que se ha sacado de la manga el interfecto, sin ser, sin duda, consciente de que se trata de un planteamiento tan de la edad contemporánea como es el nacionalismo. Desde ese prisma, poco va a entender el S.XVII, claro que su afán no es comprenderlo, sino utilizarlo como vago referente de no sabe muy bien qué. Lo que está claro es que es una estupidez identificar la gente que poblaba la península ibérica entonces con la de ahora. Como el que dice nosotros hablando de Colón y sus alegres compañeros.


TRIBUNA: JOSÉ MANUEL FAJARDO
Moriscos: el mayor exilio español
El Cuarto Centenario de la expulsión de los moriscos es una buena ocasión para reconciliar a la sociedad española con su propia historia y con los descendientes de esos compatriotas que hoy pueblan el Magreb

JOSÉ MANUEL FAJARDO 02/01/2009

Hay oportunidades, sobre todo en política, que sólo se presentan una vez en la vida, y desperdiciarlas puede convertirse en un error irreparable. Este año 2009 que acaba de comenzar, el Gobierno de Rodríguez Zapatero tiene una oportunidad única para transformar la conmemoración de uno de los más trágicos acontecimientos de la Historia de España, el Cuarto Centenario de la expulsión de los moriscos españoles, en un espacio de reencuentro entre Occidente y el Islam. Una tarea que puede encontrar además un clima internacional más propicio en la nueva presidencia de Estados Unidos y que resulta imprescindible para hacer frente a los estragos morales, políticos y sociales generados no sólo por el terrorismo yihadista, sino también por la aberrante reacción antiterrorista promovida por el ex presidente norteamericano George Bush y secundada por el ex presidente del Gobierno español José María Aznar.

Este tipo de eventos tiene obviamente una dimensión académica y cultural, pero sería un verdadero desperdicio que se obviara la dimensión política de la efeméride. La Historia es ciencia social, pero es también elemento de la realidad política del presente. Basta ver el uso que de ella hace la organización terrorista Al-Qaeda cuando clama por la recuperación de Al-Andalus (la España medieval musulmana) para su pretendido nuevo califato, o cuando califica a las tropas occidentales destacadas en Afganistán o en Irak como "cruzados", resucitando así el fantasma de los crímenes cometidos por los ejércitos medievales europeos durante las conquistas de Tierra Santa. Son ejemplos del uso propagandista de la Historia para sostener políticas de terror y de guerra. Frente a ello se hace necesario oponer al integrismo yihadista una lectura diferente de la Historia capaz de hacer de ésta una herramienta de paz y de diálogo. Una lectura que no niegue los abusos del pasado o trate de justificarlos oponiéndolos a los abusos del otro bando, sino que busque el reencuentro entre las personas que son herederas hoy de aquellos lejanos conflictos. Reconciliarse en el presente para desactivar la bomba de odio del pasado, ése debiera ser el objetivo. Un objetivo que España está en condiciones de liderar por razones históricas y porque tiene ya la experiencia del proceso de reconciliación nacional con su pasado reciente.

La identidad española se ha construido con múltiples elementos culturales cristianos, judíos, musulmanes y laicos, entre otros. Sin embargo, durante siglos se ha impuesto una versión oficial unidimensional de "lo español", equiparándolo a lo católico y lo conservador. Una concepción intolerante que ha llenado de exilios y expulsiones la Historia de España, amputando comunidades enteras y regando el mundo de españoles condenados a la lejanía y al olvido. Tal fue el caso de los moriscos.

El 22 de septiembre de 1609, bajo el reinado de Felipe III, las autoridades españolas comenzaron la expulsión de la comunidad morisca, aproximadamente medio millón de personas. Ése ha sido, proporcionalmente, el mayor exilio de la Historia de España, pues la población entonces era mucho menor que tras la Guerra Civil de 1936-1939 (cuando en torno a un millón de españoles tuvieron que abandonar el país). Sin embargo, no es el exilio más recordado. De hecho, son muchos los españoles de hoy que no conocen esta trágica historia.

Tras la toma del Reino de Granada por los Reyes Católicos, la mayor parte de sus habitantes permaneció en la península, recibiendo el nombre de moriscos, gracias al pacto acordado entre los monarcas católicos y el derrotado rey Boabdil, según el cual las autoridades cristianas se comprometían a respetar las creencias religiosas, y costumbres de los musulmanes granadinos, a cambio de la fidelidad de éstos a los reyes. Un compromiso que sólo se respetó durante ocho años, pues poco antes de la muerte de la reina Isabel las autoridades políticas y eclesiásticas de Granada empezaron a obligarlos a convertirse.

La presión sobre los moriscos se hizo insoportable y a las conversiones forzosas les siguieron los procesos inquisitoriales contra aquellos moriscos convertidos que eran vistos con desconfianza. El resultado fue, primero, un lento goteo de antiguos musulmanes que pasaban a tierras magrebíes y, después, una violenta insurrección morisca, una guerra civil que asoló las Alpujarras durante casi tres años con un saldo terrible de brutalidades por parte de ambos bandos. En 1571, tras la muerte del cabecilla de la insurrección, Hernando de Válor, más conocido como Aben Humeya, las tropas reales terminaban con los últimos reductos moriscos, pero la enemistad generada por la guerra permaneció y llevó al rey a decidir la expulsión de la comunidad en pleno. Los moriscos no pudieron pues elegir, como habían hecho los judíos poco más de un siglo antes, entre convertirse al cristianismo o partir en exilio. Una tragedia más a añadir a la expatriación, pues aquellos que se habían convertido de buen grado fueron recibidos con recelo por los musulmanes del norte de África a causa de su condición de cristianos. Cervantes trazó en El Quijote, con el personaje de Ricote, un patético retrato del drama de los moriscos que trataban de regresar clandestinamente a su patria perdida.

Algunos moriscos, al igual que habían hecho los judíos, emigraron también de forma clandestina a América en busca de fortuna, y su huella se aprecia en culturas ecuestres como la de los "gauchos" argentinos. Otros, que habían partido antes de la expulsión masiva, se alistaron en el ejército del sultán de Fez y conquistaron la legendaria ciudad de Tombuctú, en pleno corazón de África, donde formaron una casta poderosa que ha llegado hasta nuestros días con el nombre de los "armas". Pero la mayoría de los moriscos se afincó en la costa africana mediterránea.

En nuestros días hay en todo el Magreb descendientes de aquellos exiliados, llamados genéricamente "andalusíes". La huella morisca es muy clara en Argelia, Túnez y Marruecos, cuya capital, Rabat, fue refundada en el siglo XVII al constituirse en ella una singular república pirata formada por moriscos venidos de Extremadura (del pueblo de Hornachos, para ser exactos), que trajo de cabeza a las armadas españolas, francesa e inglesa durante medio siglo. El descendiente directo del primer gobernador de aquella república es hoy un coronel del ejército marroquí de apellido Bargasch (transcripción francesa del apellido Vargas). Existe, pues, un legado español que forma parte ya de las sociedades magrebíes y que puede convertirse en puente de unión entre las dos riberas mediterráneas.

El Cuarto Centenario de la expulsión de los moriscos debiera jugar el mismo papel que desempeñó en 1992 la conmemoración de la expulsión de los judíos: una ocasión para reconciliar a la sociedad española con su propia Historia y con los descendientes de esos otros españoles que desde hace siglos pueblan el mundo, llevando con ellos la nostalgia y el amor por su antigua patria, expresado en su música, en las palabras castellanas conservadas en su lenguaje, en su interés por todo lo español. Una ocasión también para reconocer su sufrimiento.

No se trata ahora de otorgar nacionalidades, sino de cambiar la dinámica de la Historia, de transformar el odio de antaño en amistad nueva recuperando la memoria de la tragedia morisca y buscando fórmulas de hermanamiento. Todo ello requeriría políticas activas, tanto del Gobierno de España como de los gobiernos autonómicos directamente afectados por la conmemoración (los de Extremadura, Castilla-La Mancha, Andalucía, Murcia, Valencia...), e iniciativas que enmarcasen la evocación histórica en una dinámica de intercambios culturales, económicos y políticos entre territorios y ciudades antiguamente rivales (por ejemplo, Denia y Valencia, que fueron punto de partida de los primeros moriscos expulsados, y Argel, su punto de llegada). La conmemoración, por su trascendencia, exige un esfuerzo de coordinación si se quiere que tenga la necesaria dimensión política. En una de esas paradojas a las que es tan aficionada la Historia, buena parte de la política internacional que propugna el presidente Rodríguez Zapatero va a ser puesta a prueba en el centenario de la expulsión de los moriscos españoles, pues difícilmente puede ser creíble su propuesta de Alianza de Civilizaciones si España, el país que la postula y que él preside, dejara pasar la oportunidad de reconciliarse con su propio pasado islámico.

José Manuel Fajardo, escritor, es autor de la novela El Converso.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Multa de 410 euros por comprar, beber y tirar una lata en la calle

Ese ayuntamiento progresista donde los haya, celoso de la proporcionalidad en las sanciones y en absoluto interesado en recaudar a costa de los más indefensos para poder luego gastarse burradas en campañas de autobombo. Visca Barcelona y las ganas de plantar una guillotina en plaza Sant Jaume.

Multa de 410 euros por comprar, beber y tirar una lata en la calle
PERE RÍOS - Barcelona - EL PAÍS - 17/12/2008

Comprar una lata de bebida en plena calle, bebérsela y arrojar el envase puede salir muy caro en Barcelona. Tanto como 410 euros, que es la suma de las tres denuncias que un agente de la Guardia Urbana impuso hace un año a Niamh Maguire de Burgo por incumplir la ordenanza del civismo.


Ocurrió la mañana del 16 de diciembre de 2007, cuando la chica regresaba de un sábado festivo con cinco amigos por La Rambla de Barcelona. Tres de ellos acabaron denunciados, aunque sólo uno ha recibido la notificación. Maguire ha tenido peor suerte y se le imputaron tres infracciones: comprar bebidas en la vía pública (180 euros), consumir alcohol (50 euros) y arrojar envases en el espacio público (otros 180 euros).

La chica recurrió y evitó la primera denuncia, pues al tramitar el expediente sancionador hubo un error al determinar la infracción. El propio Ayuntamiento de Barcelona reconoció su error y, en consecuencia, de la primera sanción de 180 euros nunca más se supo. Pero sigue adelante la tramitación de las otras dos, contra las que ha presentado un recurso de alzada. Maguire lo niega todo y argumenta que no puede ser cierto que estuviera bebiendo cerveza, como dice el guardia urbano, porque no le gusta.

También censura que se le atribuyan dos acciones simultáneas en el tiempo, en concreto a las 7.45 horas, como es beber la lata y arrojarla. Un portavoz del cuerpo, por el contrario, defiende la actuación del agente. "La Guardia urbana no se ceba con nadie, sólo intenta que se cumpla la ordenanza municipal". Sobre el hecho de que coincida la hora de las otras dos infracciones, el portavoz explica que es perfectamente posible.

El recurso explica que la ordenanza otorga plenos poderes a los agentes y que, de esa manera, "se está dejando al ciudadano en manos de una discrecionalidad que es contraria al más elemental principio de seguridad jurídica vigente en nuestro ordenamiento".

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Antijacobinos irredentos

Como diría aquel, ¡que escriban otros!

Lluís Roura (El País, 5-05-1998).

¿Qué pensaríamos de alguien que para descalificar a un científico lo tildara de racionalista o que para desautorizar a un intelectual le gritara “¡ilustrado!”? Seguramente no le prestaríamos más atención que la que se le da a un ignorante, a un fanático o a un estúpido… Y sin embargo, parece que la estupidez -o el fanatismo, o la ignorancia- sí consiguen hacer mella cuando las calificaciones de este tipo las pronuncian los políticos.

Desde que a alguien se le ocurrió tildar a Borrell de jacobino (y reforzar la expresión con el calificativo de irredento), parece que todos se han apuntado a dar protagonismo a dicha palabra, incluyendo al propio político aludido. Yo, que llevo unos cuantos años dedicado al estudio de la Revolución Francesa, de la crisis del absolutismo y de los orígenes de la democracia moderna, no salgo de mi asombro: nunca hubiera imaginado que la palabra jacobino pudiera resultar un insulto para un político demócrata, de la misma manera que no me imagino a un astrónomo que pudiera sentirse ofendido porque alguien le llamara copernicano. De modo que intenté deducir cuál debía de ser el significado que los políticos le suponían a la palabra jacobino. No me resultó difícil: cuando la utilizaba el rival de Borrell en las elecciones primarias del PSOE, se impregnaba de alusiones a defectos personales y de articulación al partido (ambicioso, individualista, sectario, engreído…); cuando el calificativo procedía del nacionalismo (del PI o de Esquerra Republicana -que, por cierto, mantiene el triángulo de la igualdad, con claras connotaciones jacobinas, como emblema de partido-), jacobino significaba centralista-españolista y antinacionalista, y cuando era alguien de CiU quien insistía en el jacobinismo de Borrell, en realidad lo estaba señalando como centralista y autoritario, y el propio político socialista debió de entenderlo en este último sentido cuando, a su vez, replicó que en Cataluña el más jacobino de todos es Pujol; en fin, por lo que respecta a los políticos del PP no pienso que tuvieran un concepto muy distinto, ya que no sé interpretar su silencio respecto al término de jacobino de otra manera que no sea por el rubor de quien se descubre a sí mismo, por lo que están diciendo los demás, como el más jacobino de todos, y cree que lo que más le conviene es pasar desapercibido… Como la estupidez se descalifica por sí misma si no la rodea la ignorancia, y el fanatismo se combate con la razón, me parece del todo necesario aportar algunas precisiones que permitan superar a ambos.

¿Cuál es, pues, el significado político del jacobinismo? Con el calificativo de jacobinos, los realistas y absolutistas y los partidarios de poner fin a la Revolución Francesa justo cuando acababa de empezar pretendieron señalar despectivamente a aquellos que, a partir de 1789, se llamaban a sí mismos Amigos de la Constitución (el nombre de jacobinos se les aplicó por celebrar sus asambleas en el convento de los dominicos, a los cuales se les conocía vulgarmente con este nombre por haber tenido su antiguo convento junto a la iglesia de Saint Jacques). Al poco tiempo, asumiendo la denominación de jacobinos como propia, los diversos sectores que protagonizaron el auténtico “parto de la democracia” que fue la Revolución Francesa impregnaron dicha denominación de un carácter plural que no permite aplicarla en exclusiva a un solo grupo, y mucho menos en un sentido único. De modo que la complejidad del jacobinismo durante el periodo revolucionario, claramente puesta de manifiesto en las numerosas aportaciones de los historiadores con motivo de la celebración de su bicentenario, lleva a identificar en buena medida dicho fenómeno con el sentido más profundo de la propia revolución.

En efecto, el jacobinismo encarna la invención de la participación democrática -no sólo de las élites, sino del conjunto de la sociedad, incluyendo los sectores populares- en la política. La creación de las sociedades políticas constituye un claro antecedente de los partidos políticos, aunque, a diferencia de éstos, las sociedades nunca impusieron la disciplina de voto -a pesar del tópico despectivo que habla de “la máquina jacobina”-. Dichas sociedades (luego llamadas clubes), junto con la libertad de opinión y de imprenta, fueron el factor decisivo de una aculturación política de inspiración laica, racionalista y democrática sin precedentes. Frente a la sociedad del privilegio, del dogmatismo y del absolutismo monárquico, el jacobinismo contrapuso lo que constituye los pilares de la democracia moderna: la igualdad civil, la libertad de expresión y de iniciativa, el laicismo, la democracia representativa y participativa apoyada en el sufragio universal… no sólo ejercidos en la práctica cotidiana, sino magníficamente proclamados por los grandes textos fundacionales (las primeras declaraciones civiles de derechos del hombre y del ciudadano, y las primeras constituciones políticas).

¿De dónde surgen, pues, los tópicos sobre el jacobinismo -el centralismo y el autoritarismo, fundamentalmente-? La respuesta es simple: de la reducción del jacobinismo al periodo de la llamada dictadura jacobina (de mayo de 1793 a julio de 1794), y del antijacobinismo. Pero la falta de rigor en la interpretación política del periodo citado -del gobierno revolucionario de excepción- comporta que el antijacobinismo proceda en el fondo, tan sólo, de la antirrevolución, primero, y del reaccionarismo, después.

Para sopesar históricamente la dictadura jacobina, no pueden obviarse tres elementos fundamentales:

a) La conciencia del carácter transitorio del gobierno de excepción -motivado por la guerra exterior y por la contrarrevolución interior-.

b) El permanente control institucional que ejercieron tanto el Parlamento elegido por sufragio como la Convención -elegida por el Parlamento- sobre el Comité de Salut Public y sobre el gobierno de excepción.

c) La convicción y profundidad democrática del pensamiento de Robespierre -figura clave de aquel periodo-. Con todo ello, no sólo se derrumban las interpretaciones totalitaristas del periodo, sino también las generalizaciones en torno al autoritarismo de los jacobinos.

Por lo que se refiere al centralismo, no hay que olvidar que en realidad se trata de una concepción política y administrativa del Estado que nace y culmina con el modelo surgido de la monarquía absoluta y legado por ella, y que la culminación del modelo de Estado moderno centralista postabsolutista no fue el de la revolución, sino el Estado napoleónico.

El estudio de los planteamientos federalistas de la Gironda, por su parte, ha mostrado la falacia de la contraposición de un supuesto federalismo girondino al centralismo jacobino (en realidad se trató más bien del intento de contraponer a la centralización parisiense la centralización en otra capital), y al mismo tiempo ha permitido descubrir una dimensión auténticamente federalista -y la primera, por tanto, en la política democrática- entre la dinámica de la ya mencionada red de sociedades jacobinas (lo que entre la historiografía se conoce ya como el federalismo jacobino).

No es extraño que, desde la revolución, el pensamiento contrarrevolucionario procurara impregnar la memoria histórica de aquel acontecimiento, con el estereotipo y el mito, demonizando a los protagonistas y presentando los sucesos como fruto de la conspiración del mal, de la arrogancia antirreligiosa y de la monstruosidad del racionalismo y la filosofía, considerados tan sólo como capaces de conducir al caos y a la anarquía…

Es curioso constatar cómo dicha interpretación del jacobinismo, cuyo inicio se remonta al abate Barruel, no sólo se prolonga en las corrientes conservadoras y reaccionarias de los siglos XIX y XX, sino también en quienes fueron sus más inmediatos beneficiarios. Así la burguesía, una vez consolidado el marco establecido por la dimensión burguesa de la revolución, no dudó en disimular, ignorar, olvidar, combatir y abjurar del carácter revolucionario de sus propios orígenes políticos.

De la misma manera, en la segunda mitad del siglo XX, y sobre todo ante la llamada crisis de las ideologías y de las propias revoluciones de este siglo, los defensores a ultranza de la política neoliberal han tendido a asumir sin dificultad la reformulación de los postulados contrarrevolucionarios, a pesar de que la simplificación -o la militancia ideológica- de la historiografía que le ha dado soporte ha quedado claramente sobrepasada por las aportaciones de la investigación más rigurosa sobre el tema en los últimos 12 años.

Que a estas alturas incluso el diccionario de la Real Academia Española siga manteniendo una definición trasnochada e ideológicamente reaccionaria del concepto jacobino (según dicho diccionario, “dícese del individuo del partido más demagógico y sanguinario de Francia, en tiempos de la Revolución”), es sólo responsabilidad de aquella institución; ella sabrá hasta qué punto le conviene que la obra que debe darle crédito siga siendo un diccionario ideológico, o mejor dicho, ideológicamente comprometido… Pero que aquella definición la compartan los políticos elegidos democráticamente me lleva a pensar no sólo en la necesidad de desterrar los catecismos dogmáticos en que parecen inspirarse, sino también en la posible conveniencia de recuperar los elementales alfabetos político-republicanos que proliferaron durante la revolución jacobina, para que no se olvide, al menos, el abecedario de la democracia.

viernes, 10 de octubre de 2008

Muerte y resurrección del Sátiro del Raval.


Luego pasamos días y días cegados por el sol, reconfortándonos en su cálido remanso, disfrutando de las sutiles mieles de un reloj parado, pero que sibilinamente se había ubicado en nuestra sucia pared. Y un azaroso día, discretamente y casi timorato, pero cargado de ruin perfidia, el segundero voceó, casi sin darnos cuenta, y avanzó. ¡Como pudimos no hacerle caso!

Entonces pasaron los minutos, las horas y los días, y a cada paso de las agujas, nosotros éramos empujados con molesta brutalidad a avanzar con ellas. Pero el sol seguía brillando y nos embriagaba como un gintonic de Gordon's con Schweppes y unas rodajas de lima agria. Era como un mito de la caverna autoinducido.

La peor de las pesadillas nos había convertido, con la complicidad absurda de nuestra propia voluntad, en unos Prometeos hibernados, que disfrutaban de las fauces de los buitres ante la extraña visión de nuestras entrañas regeneradas. Y cada mañana sonaban los Byrds.

Pasó el invierno y llegó la primavera, sin lluvias, ni flores, ni noches de litrona, ni amaneceres de delirio. Y llegó también el verano y también se fue, confuso y triste. Nuestro latir sonaba ya al unísono con el protervo reloj, que tronaba con sonido aterrador a cada segundo, mecánicamente y uniforme, como los tambores de una galera de la que nos habíamos vuelto esclavos.

Pero entrado el otoño retumbaron las paredes de nuestra caverna con un aullido colosal, gigantesco, inconmensurable, infinito. Parecía talmente el sonido del bostezo de las tinieblas y de todos los infiernos juntos. Parecía talmente el despertar de todas las bestias hibernadas. Parecía talmente la ira de Dionísio, Sade, Hank y Van Doren.

Y ante nuestro asombro entumecido, atrapados entre una mezcla de pánico y fruición, derrumbó las paredes de la caverna soleada una tormenta oscura y fría, de vino y cerveza y gintonic y semen, de música sucia y bastarda, de pelos y pulgas y cucarachas y ratas. Y entre las grietas de las paredes se abrió paso poderoso, porfiado, ignominioso, y desgarbado, el Sátiro del Raval, atacado en furia, esputando sangre y flema, mirándonos con odio y compasión, con el rabo enhiesto en una mano y una botella de ron vacía en la otra.

Entonces nos habló con voz ronca y vehemente, y cada una de sus palabras arrancaba de nuestros cráneos piel, hueso, sangre y vida, y sentíamos desgarrarse nuestras entrañas y podrirse nuestros falos, y el Sátiro lamía nuestra sangre y comía nuestra piel y se jactaba de nuestra vida. Luego enmudeció su ira y se hizo la oscuridad.


Más tarde el Sátiro se recostó y, ya apacible, se relamió durante largo tiempo. De una bota de piel de cabra tragó galones de vino y, tras eructar generosamente, encendió un gran cigarro cuyo humo evadió la tormenta e hizo resplandecer un sol cálido y frío a la vez.

Sólo entonces logramos entreabrir los ojos y, casi extasiados, recibimos de sus patas la bota de piel de cabra, lúbrica y eterna. Y ávidamente sedientos, engullimos hasta casi desfallecer. Nos pareció intuir entonces una sonrisa en la ruda faz de nuestro mentor y, por fin, entendimos.

lunes, 6 de octubre de 2008

El Robe, Karl Marx y la conciencia de clase.



Volvemos gustosos sobre dos temas que son de nuestra predilección: El Robe, ese hombre (por no caer en el tentador latinajo) y artista y la conciencia de clase, ese básico concepto que tanto le debemos a Marx y, recordemos, tan denostado está. Como ya hemos apuntado, o cuanto menos insinuado en otras ocasiones, con mayor o menor claridad y acierto, el extremeño ha construido en torno a su banda un universo de libérrimo individualismo basado en una iconografía de la marginalidad, con mayores o menores cotas de originalidad y sinceridad, en las cuales no entramos, ya que no nos la damos de biógrafos (y ni ganas). El caso es que el personaje construido u ofrecido en su obra (como otros grandes artistas, como, por ejemplo, Charles Bukowsky, en otras ocasiones tratado en este espacio) nos permite entrar en la dualidad entre el hombre y el artista, en esta ocasión a través de una entrevista en la que se nos muestra al hombre desgajado del artista.

Resulta interesante la entrevista que hemos sacado vilmente del youtube porque nos muestra sin pudor la conciencia de clase del artista. Quizá nos sorprenda a muchos el posicionamiento sobre la "piratería musical" del autor de Pepe Botika o Estado Policial, pero ponerse a hacer una exégesis de la obra para juzgar su coherencia sería convertirse en una especie de censor hipócrita. Los posicionamientos se juzgan a través de la solidez de los argumentos.

Como decíamos, nos llamaba la atención la cándida transparencia con la que nos muestra su conciencia de clase. Marx decía con esa elocuencia que le caracterizaba, aquello de que no es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia. No cabe duda, El Robe no nos habla como el marginal que no es, sino como el músico profesional que es y defiende sus intereses de clase, con mayor o menor soltura. La cuestión es que, como tal vez diría Marx, los avances digitales agudizan la lucha de clases entre profesionales de la música y usuarios dentro de una formación social en retroceso como es la construida en torno a las discográficas. Pero eso ya es otra historia.

Como aficionado a la música de Extremoduro lo que me preocupa es que en ese contraste entre la iconografía marginal que había caracterizado a la banda y esa conciencia de músico profesional, se pueda secar su fuente de inspiración. A pesar de que no he escuchado aún el nuevo disco más allá de las pinceladas brindadas en la gira, lo que he podido escuchar, más los largos años de retiro, no resulta alentador. ¿A qué suena, sino, este fragmento? Esperemos que sea el anuncio de una evolución.

lunes, 22 de septiembre de 2008

El peso de la Historia

Desde la crisis de 1973 han dominado el escenario económico planteamientos llamados, con mayor o menor acierto, neoliberales, que tendían a menospreciar la intervención de los poderes públicos en el funcionamiento de la economía, en oposición al anterior paradigma surgido del famoso crack del 29, personalizado en el más famoso economista del s.XX, John M. Keynes y, no nos engañemos, con la vista puesta también en el comunismo.

Estamos hablando, pues, de posturas ideológicas que partían de la misma debilidad conceptual que se le había apreciado por sus opositores en los últimos 35 años pero el peso y el paso de la Historia ha sido inaplacable como una locomotora o un jugador de rugby. Discutir sus postulados era poco menos que ser un trasnochado. Pero como diría aquél con ese lenguaje que también sonará trasnochado, las propias contradicciones del sistema han puesto en evidencia estas dosis de hipócrita ideología (como diría ese decimonónico materialista con ese atino que le caracterizaba)que realmente encerraban intereses de clase (ay, las clases sociales, ese otro concepto que tantos pretenden también trasnochado). No se ha impuesto la alternativa, sino la demanda de intervención e incluso suspensión del libre mercado, cágate lorito, ha venido precisamente de quien ha ejercido de paladín del asunto.

Se repite con diametral elocuencia: tratan privatizar beneficios y socializar pérdidas. Pues claro, y ahí van los EE.UU. a inyectar, por lo pronto, un billoncete de dólares públicos para arreglar el desaguisado. Me parece correcto, quien tiene que responsabilizarse de los platos rotos es el que ha permitido que se hiciera equilibrismo con ellos. Más les vale tomar nota de que el mercado no es un virtuoso y, prácticamente, celestial equilibrio con un funcionamiento bello y armonioso cual gravitación universal. La coña falla cual castillo de naipes y más habitualmente de lo que pretenden hacer creer, lo que pasa es que normalmente no afecta a la cúspide del entramado, sino a los que pinchan y cortan menos.

EE.UU. quizá ha elegido mal momento para darle tanto juego a los equilibristas si no es causal la coincidencia. Con el orden mundial heredado del fin de la guerra fría en discusión, con China empezando a dar miedo a las potencias de siempre, la asunción de deuda a saco que apunta que implicará la acción puede ser crítica para su posición hegemónica. Con todo, no da la impresión de que se esté progresando, sino una mera dialéctica heraclitiana sin síntesis superadora que, como mucho, puede llevar al colapso del sistema con tanta confusión. Quién sabe, a lo mejor Marx al final tenía razón, sólo que tenía prisa. Ya pasa con la Historia.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

La tal Conchita, crítica de cine

Para un ser que tiende al solipsismo como el que esto escribe, el invento decimonónico éste de la radio es una de las pocas ventanas virtuales (más allá de las reales que muestran, como entretenido reality show, el lumpen proletariat que preside la calle) que permiten contactar con eso que llaman la sociedad. Normalmente estas ventanas virtuales me reafirman en mi irredente solipsismo. Con la coña le hemos cogido gustillo a radio ciutat vella por su exquisita habilidad de mezclar jazz con death metal. Agosto, con ese delicioso aire de provisionalidad que destila, nos permitió disfrutar de la ausencia de verdadera programación y nos brindaban el ya mencionado hilo musical a todas horas, para solaz de los moradores del piso franco.

Desgraciadamente, con el septiembre, hemos vuelto a la tediosa normalidad, también en la programación. He tenido el placer de escuchar un programa sobre cine, llamado, no sé si irónicamente, Gran Angular, que tiene la dudosa habilidad de dotar de significado perfecto, cual mundo de las ideas de Platón, el término de radio de aficionados. Inigualable la destreza en contar improvisadamente películas de forma desordenada, abundando en la imprescindible muletilla no me acuerdo bien. Ha resultado particularmente entrañable ya que recordaba aquellos tiempos de infancia en los que ibas al cine y no contabas con suficientes recursos cognitivos para explicar luego a tu madre el argumento de la peli coherentemente.

Ha sido tal la falta de pericia que ha servido para divertirse especulando sobre el criterio de elección de los locutores. ¿serían los únicos que pasaran por ahí que se ofrecieran para ir regularmente al cine? ¿sería la suegra de algún capitoste de la radio (me refiero a la tal Conchita, que en sus inefables intervenciones era inevitable recordar a la típica tieta bocazas de turno) emperrada en difundir por las ondas hertzianas sus burdas y casi chavacanas opiniones cinematográficas? El mozo que la acompañaba, aparentemente más sensible y con mayor educación cinematográfica, parecía apenas poder disimular el sofoco y el tedio de tener que aguantarla. Si los responsables se encuentran con la casualidad de leer estas lineas, les ruego que contemplen la posibilidad de sugerirle a la tal Conchita que pase las tardes de miércoles jugando a la butifarra o a lo que tenga a bien la buena mujer.

La intervención estelar de la tal Conchita ha estado en su crítica de la lamentable película de Woody Allen Vicky, Cristina, Barcelona que la ha basado en hacer patente su indignación por mostrar, y cito textualmente, que Barcelona es España. Resultaría chocante si no fuese habitual por estos fueros, tanta consternación por la ausencia de la lengua catalana para hablar de la "identidad barcelonesa" (ella sabrá qué carajo es eso) por parte de un gringo que ahora empieza a salir de Manhattan (y apenas como turista), expresada por una señora que habla un catalán tan macarrónico, con una fonética y un léxico, trufado, mira tú por donde, de castellanismos de una forma bochornosa. Elocuente ha sido el momento en el que, explicándonos con su salero particular una peli de vaqueros, ha preguntado cómo se decía en catalán bandidu y ha empezado a soltar sinónimos en, claro, castellano: forajido, delincuente... Alguien le podía haber aclarado, para evitarle tan mayúsculo ridículo, que bien puede decir bandit en la lengua de Pompeu Fabra (yo imagino el dulce sadismo de su compañero callándose como un putas). En fin, retales de la Cataluña real. Uno a veces olvida a qué viene su animadversión al nacionalismo y ya me acuerdo: es mero cansancio por una impostura ridícula, gratuita y arrogante.

Hablando de ridículo, voy a aprovechar para no dejar de comentar por qué me resulta lamentable la dichosa peli de Woody Allen sin haberla visto. Ante todo por el lamentable espectáculo ofrecido por las fuerzas vivas locales de torpe provincianismo a lo bienvenido Mr. Marshall haciéndole la rosca al cómico neoyorquino (qué circunloquios más periodísticos, pardiez) por salir en la afoto, pagándole millonadas para que haga su populista peliculilla barcelonesa (supongo que como mera excusa de gozar de unas vacaciones pagadas en una ciudad de moda), por parte de unos politicastros que se llenan la boca con eso de apoyar la cultura catalana, pero a la hora de la verdad, ya vemos.

sábado, 13 de septiembre de 2008

La extraña droga del hiperactivo

Aaaaaaaaah, qué placer, tras muchas jornadas de absurdo estrés, propiciado por la necedad inútil del DEA, vuelvo a disfrutar de mi holgazanería para que mi voluble capricho disponga con el menor de trabas posible.

Qué gran verdad que las grandes ideas vienen del ocio, algo a tener en cuenta en estos tiempos hiperactivos que corren, en los que nos imponemos voluntariamente actividades, aunque sea a través del eufemismo de aficiones o hobbies, para evitar conocernos y entendernos en nuestro medio. Al respecto recomiendo la lectura de la lentitud de Milan Kundera donde explica con su gracia particular las prisas como medio de olvido o de huida ante la reflexión.

Hay que aprender de los bichejos que, en su inmensa sabiduría, una vez satisfechas sus funciones vitales, ya sabes, mantenimiento del metabolismo y reproducción de sus genes, desconectan el organismo, apagan todo aquello que no les haga falta, es decir, duermen. Animal extraño, el hombre moderno, tan necesitado de actividad, con lo bien que hacen los bosquimanos !kung, que con unas 3-4 horas ya lo tienen todo hecho. ¿Será algo de esta absurda sociedad de consumo? Sin duda. ¿Cuánto tendríamos que currar si nos dedicaramos sólo a lo fundamental?

viernes, 29 de agosto de 2008

De la anécdota, categoría

Extraer de la anécdota categoría y reducir cualquier fenómeno a tal accidente no es solamente un problema epistemológico, sin duda, lo es también psicológico(aunque, bien mirado, habría que ver si la epistemología y la psicología es lo mismo). La cuestión es que es una falta de confianza y buen rollo agarrarse a esa anécdota para menospreciar a alguien. Eso nos obligaría a todos, precisamente, a procurar dar una imagen falsa, perfecta, eso sí, pero falsa cual duro sevillano. Y como nadie pretende ser un ejemplo moral para engrosar las bibliotecas de hagiografías edificantes, más vale hacer caso al cachondo aquel de la paja del ojo ajeno. Si la cuestión es tener ojeriza, asumámoslo, el odio es irracional y no tiene por qué nacer de la superioridad.