Hoy transitaba, como me tienen acostumbrado ultimamente mis compromisos laborales, por ese parque temático que es el centro de Barcelona, exactamente por ese eje que reproduce los mejores pubs de las Islas Británicas entre la Rambla, calle Fernando, plaza de San Jaime hasta la vía Layetana. El habitual paisanaje de rubicundos del norte que gozan y ofrecen servicios túristicos en la zona había sido modificado, espero que excepcionalmente, por una masa descomunal e imponente de antidisturbios ataviados con todo el equipo, alguno de ellos, puestos en posición. La tensión se mascaba como carne de mal estofado. El ambiente intimidatorio sugería una situación conflictiva equiparable a la histórica y tan barcelonesa Semana Trágica. ¿Habría al final de la Calle Fernando una barricada abierta por el fervor revolucionario del pueblo barcelonés? ¿Huestes de alborotadores estarían destrozando la ciudad desatendiendo las más básicas pautas de civismo tal y como temía el sufrido Hereu? Un frustrante no. Semejante derroche de medios y de emociones para un grupillo insignificante, menos de diez personas, con inofensivos carteles denunciando los abusos policiales cometidos por la tan deseada policía autonómica, rodeados de unos cuantos guiris curiosos y despistados. Así es que se ha materializado, una vez más, aquello tan descriptivo de este país que con la gracia que les caracterizaba cantaban esos bellos mozos de ska-p:
Y aqui no pasa nada nos comemos la tostada, ni si quiera
te levantas del sofa
Vaya decepcion en la manifestacion, solamente han ido los
anti disturbios
Luego ha resultado que esta gente tan emotiva y sensible ha tenido también la genial ocurrencia de manifestarse. Me parece delicioso que los encargados de, digamos, controlar los excesos, por decir algo, de las manifestaciones con elementos tan delicados y sugestivos como el inofensivo kubotan tengan el ánimo de ir a la calle a expresar sus sanas reivindicaciones como cualquier hijo de vecino. Más allá de la posible ironía del asunto, la cuestión está en quién carajo controla que no se desmadren en su protesta, como todo exaltado pancartero (ay, Ansar, cuánto te debe el castellano moderno), porque uno no se imagina a un mosso utilizando con la destreza habitual la porra y demás elementos disuasorios contra sus compañeros de (ay, el subconsciente me delata, iba a decir tropelías) andanzas, andanzas y sinsabores. Lo propio sería que ante una, desde luego, legítima manifa policial, fuese el común de la ciudadanía la que vigilase su comportamiento ejemplar, con el cariño merecido.
Porque, amigos, lo que han ido a reclamar los agentes de la seguridad a la puta calle no es ni más ni menos que un poco de cariño. Quién se iba a imaginar semejante derroche de emotividad por parte de la madera, la verdad. Dignidad policial y reconocimiento social, propósito loable, no me cabe la menor duda que, de hecho, tan oportuno es. Ahora bien, estos sensibles funcionarios creo que se equivocan de forma para lograr ese acertado objetivo. Es como si yo le fuera a, pongamos, Charlize Theron, por decir alguien, y le espetara con pancartas y todo despliegue ¡Ámame! Pues no, claro. Vamos, si esta delicada gente desea dignidad policial y reconocimiento social lo que tienen que evitar es que ocurran casos tan indignos e inaceptables en una policía democrática de abusos, maltratos, corrupción, incapacidad, arrogancia, racismo, impunidad... en vez de cerrar filas, al más típico estilo corporativista e ir de víctima dolida. Así el reconocimiento se antoja difícil. Lo más que van a lograr es que los catalanes añoremos a la Guardia Civil, que, al final de cuentas, tampoco eran más cafres y al menos estaban revestidos de toda la mitología carpetovetónica eternizada, por ejemplo, por García Lorca.
De hecho, todo esto viene de la mentira caprichosa e irresponsable del tan y tan deseado por algún iluminado Autogobierno, que le llaman. Todos los males nacionales, según este delirio, se deben al origen español de las instituciones, por lo que su invariable solución es la genial panacea del traspaso inmediato de competencias a ese ente llamado Autogobierno, fuente incuestionable de las mejores maneras democráticas y ejemplo infalible de eficiencia. El problema es que como todas estas excelencias se le presuponen al bendito Autogobierno, ni dios se preocupa, no ya en averiguar si es efectivamente el modelo administrativo más eficiente, sino en asegurarse que su funcionamiento y estructura sean realmente lo más democráticas y operativas posible. Porque lo realmente triste es que un cuerpo de seguridad joven, nacido al amparo de la democracia y sin la acumulación de vicios atávicos haya adoptado de una forma tan rápida hábitos no ya inesperables en una democracia moderna y, en fin, progresista, sino más reconocibles en regímenes más oscuros.