Muerte y resurrección del Sátiro del Raval.
Luego pasamos días y días cegados por el sol, reconfortándonos en su cálido remanso, disfrutando de las sutiles mieles de un reloj parado, pero que sibilinamente se había ubicado en nuestra sucia pared. Y un azaroso día, discretamente y casi timorato, pero cargado de ruin perfidia, el segundero voceó, casi sin darnos cuenta, y avanzó. ¡Como pudimos no hacerle caso!
Entonces pasaron los minutos, las horas y los días, y a cada paso de las agujas, nosotros éramos empujados con molesta brutalidad a avanzar con ellas. Pero el sol seguía brillando y nos embriagaba como un gintonic de Gordon's con Schweppes y unas rodajas de lima agria. Era como un mito de la caverna autoinducido.
La peor de las pesadillas nos había convertido, con la complicidad absurda de nuestra propia voluntad, en unos Prometeos hibernados, que disfrutaban de las fauces de los buitres ante la extraña visión de nuestras entrañas regeneradas. Y cada mañana sonaban los Byrds.
Pasó el invierno y llegó la primavera, sin lluvias, ni flores, ni noches de litrona, ni amaneceres de delirio. Y llegó también el verano y también se fue, confuso y triste. Nuestro latir sonaba ya al unísono con el protervo reloj, que tronaba con sonido aterrador a cada segundo, mecánicamente y uniforme, como los tambores de una galera de la que nos habíamos vuelto esclavos.
Pero entrado el otoño retumbaron las paredes de nuestra caverna con un aullido colosal, gigantesco, inconmensurable, infinito. Parecía talmente el sonido del bostezo de las tinieblas y de todos los infiernos juntos. Parecía talmente el despertar de todas las bestias hibernadas. Parecía talmente la ira de Dionísio, Sade, Hank y Van Doren.
Y ante nuestro asombro entumecido, atrapados entre una mezcla de pánico y fruición, derrumbó las paredes de la caverna soleada una tormenta oscura y fría, de vino y cerveza y gintonic y semen, de música sucia y bastarda, de pelos y pulgas y cucarachas y ratas. Y entre las grietas de las paredes se abrió paso poderoso, porfiado, ignominioso, y desgarbado, el Sátiro del Raval, atacado en furia, esputando sangre y flema, mirándonos con odio y compasión, con el rabo enhiesto en una mano y una botella de ron vacía en la otra.
Entonces nos habló con voz ronca y vehemente, y cada una de sus palabras arrancaba de nuestros cráneos piel, hueso, sangre y vida, y sentíamos desgarrarse nuestras entrañas y podrirse nuestros falos, y el Sátiro lamía nuestra sangre y comía nuestra piel y se jactaba de nuestra vida. Luego enmudeció su ira y se hizo la oscuridad.
Más tarde el Sátiro se recostó y, ya apacible, se relamió durante largo tiempo. De una bota de piel de cabra tragó galones de vino y, tras eructar generosamente, encendió un gran cigarro cuyo humo evadió la tormenta e hizo resplandecer un sol cálido y frío a la vez.
Sólo entonces logramos entreabrir los ojos y, casi extasiados, recibimos de sus patas la bota de piel de cabra, lúbrica y eterna. Y ávidamente sedientos, engullimos hasta casi desfallecer. Nos pareció intuir entonces una sonrisa en la ruda faz de nuestro mentor y, por fin, entendimos.