La derrota de la voluntad
Un hondo vacío se ciñe en el pecho del derrotado y lo constriñe ahogándole el palpitar. No sentía esa lastimosa sensación desde aquellos tiempos, casi legendarios, casi quiméricos, que paladee con fervor mis amores no correspondidos. Ciertamente, el desengaño, ese desengaño del derrotado adquiere una expresión, una profundidad y una humanidad que le confiere una dimensión épica. Todo lo contrario del que logra sus objetivos. La explosión de emociones que le infunden el éxito le generan al sujeto un brillo en los ojos que se antoja un asomo de la soberbia que tanto despreciaban los griegos y que casi le cuesta el bigote a la hermosa Friné. Por un momento te hace creer infalible y te hace pensar ser el eje universal. Pésimo vicio que se acaba el día en que empiezas a pudrirte.
Pero volvamos al derrotado y esa inmensa humanidad que destila, porque en la derrota de la voluntad se manifiesta el inexorable contraste con la realidad. Se presenta como revelación en su mirada pasmada y su semblante agotado, ante la conciencia de que no hay nada que hacer. Yo llevo esa cara de pasmado desde hace tanto tiempo que la confundo con mi rostro. La verdad es que estoy tan abonado a ella que pienso que estoy enganchado a la derrota y me regocijo y me engancho a ella con la dependencia que genera todo vicio. No sé encarar las situaciones sin ella, es difícil afrontar los retos, por lo que me resulta más cómodo encomendarme a un invariable fracaso. De esta forma me limito a renovar mi penosa constante cara de pasmado. El problema es que como el alcóholico o el adicto al pegamento, no lo asumo y me estrello una y otra vez ante el muro que yo mismo me he erigido.
Pero a pesar de que, como no podía ser de otra manera, hablar de mí es una cosa que adoro con desmesura, no pretendía psicoanalizarme en este post. Hablábamos de la dimensión trascendental, epistemológica, metafísica, incluso moral del fracaso. La gran filosofía decimonónica, con Shopenhauer y Nietzsche como mis referentes favoritos, incidió con criterio en la importancia de la voluntad y el poder de ésta. No hay mejor título para ilustrar lo que digo que la obra magna de Don Arturo El mundo como voluntad y representación. Lejos de remitirme al nazismo, válgame Dios, aunque alguna alusión me temo que será inevitable, el quid de la cuestión está en la derrota de la voluntad y cómo se resquebraja, en virtud de ese contacto con la inconmensurable realidad, esa representación del mundo elaborada a golpe de voluntad.
Un solipsista, un eremita uraño feliz en su lejano desierto, vive satisfecho en su voluntad, nada permite cuestionar su representación sublime de esa realidad que existe en la, digamos, conciencia del sujeto. Ahora bien, la coña reside en la vida en comunidad, en la interrelación, ¡ea!, es decir, en eso de la política. La difícil articulación de voluntades, sensibilidades, prioridades diversas y variopintas. Convencer es un logro que confiere, de nuevo, esa soberbia tan despreciada, con ese criterio tan merecedor del apelativo de clásico que tan bien sabían llevar los griegos.
Ahí el tesón del proselitista. Ahí la furia del dogmático. Empeñados en que su caprichosa y estática representación del mundo se asiente, aunque sea con calzador. El mundo les da igual, el pragmatismo no existe, la felicidad no es un objetivo material, pasa en que su ideal personal no se resquebraje, aunque sea a fuerza de someter, de eliminar a aquello que lo ponga en entredicho. De ahí, el terrorismo, las cruzadas, la inquisición, como justificación moral, claro está. En definitiva, un dogmático jamás reconocerá la realidad y se dará de bruces siempre con ella, como una polilla en una bombilla (gracias, Iván, por tan formidable imagen que te tomo con descaro prestada).
Otra cosa es aquél que tiene afán de transformar la realidad. Aquél que pretende restituir una injusticia para poder dedicarse, después de ello a disfrutar de la vida tras arreglar un desaguisado. No disfruta de su causa, sencillamente es una necesidad y tener que convencer se convierte en una pesada carga. Pero, para variar, me estoy yendo por las ramas cosa mala. La cuestión es que este segundo, a diferencia del idealista dogmático, asume su responsabilidad cuando no logra convencer. No lo achaca a la impiedad del otro, sino a su incapacidad de convencer, toma conciencia, pues, del infranqueable salto manifestado entre su voluntad y la realidad y asume la impotencia. Es, pues, humano, demasiado humano.
Por fortuna, con todo.
3 comentarios:
Que pereza...
Jo, tío, me ha encantado. No sabría definir en que medida y ni siquiera puedo comentar nada porque estoy alienada, pero me ha molado.
Me veo obligado a dejar un comentario para hacer justicia a la injustificable ausencia de Marx entre los autores citados como referente básico decimonónico. ¡Cómo ignorar su genial crítica a la ideología!
Publicar un comentario