Año nuevo: formas y motivos de celebración
No sé si será porque voy por la vida de incorregible iconoclasta, pero el caso es que repudio la celebración y muestras de júbilo por un acontecimiento tan banal y rutinario como es el cambio de dígito en el calendario, como si comportase un verdadero cambio en nuestras vidas que contemplar. Siempre recordaré, no sé si de forma traumática, la ansiedad paterna por el retraso en la cena que no nos permitiera admirar con toda su solemnidad ese inolvidable momento en el que se cierra un ciclo anual y se pasa de nuevo a 1 de enero. Todos expectantes ante ese inasible instante en el que se pasa de las 23:59 a las 00:00 -suceso que se da todos los días del año-, y tras ese extraordinario fenómeno, me azotaba una poderosa decepción: tanta expectación y todo seguía exactamente igual.
Ante tamaña expectación, a uno le cabía esperar un cambio radical como el que se sugiere para el lejano 476 d.c. cuando el hérulo Odoacro tuvo a bien devolverle las insignias imperiales al emperador Zenón, acontecimiento con el que se tiende a dar por finiquitado el Imperio Romano y se nos abre a la sugestiva imaginación la lúgubre y romántica edad media. Luego uno descubre que el cambio no fue para tanto, que las transformaciones eran constantes y venían de lejos y que la legitimidad del poder en Italia todavía residía en bases romanas e imperiales. De hecho, el Imperio Romano no cayó efectivamente hasta que los turcos se instalaron en Constantinopla en 1453, prácticamente 1000 años después, fechas en las que las que ya ubicamos el cambio a la edad moderna. Y es que las verdaderas revoluciones no vienen por un repentino asalto a los palacios de invierno, sino que son producto de transformaciones lentas. Y eso, para alguien que se ha dejado seducir por la mística de la revolución, es duro.
Si a todo esto le sumamos la abominable programación de TVE tras las campanadas, es normal que se instalase en mi tierno corazoncillo infantil cierta reserva a esta celebración. Máxime cuando uno comprende, como ya hemos aclarado en algún otro momento, que lo importante son las ganas de celebración y no el motivo en sí. De esta forma, cuando uno acude al bar habitual, o a cualquiera, en esta señalada fecha y comprueba el gentío que hay y los precios que tienen intención de cobrarte por el burbujeante gintonic de siempre, se pierden las ganas de celebración que se pudieran albergar. Por este motivo, voy a aprovechar mi soledad en el Piso Franco para dedicarme, mientras el resto de los españoles optan por la ingesta de doce exactas uvas, a darle un buen limpie al Piso Franco, que, como los habituales sabrán, buena falta le hace. Quizá muchos entiendan que es la mejor forma de dar inicio al nuevo año. Pasen una feliz resaca.